A finales del siglo XIX y principios del siglo XX, era bastante frecuente que los intelectuales y/o literatos o simplemente los leídos se reuniesen en cafeterías o en las propias residencias de alguno para llevar a cabo lo que se denomina Tertulias. En ellas, de las que son herederas las tertulias radiofónicas actuales, se abordaban numerosos temas tanto políticos, científicos como intelectuales en los que los debates podrían derivar en situaciones más o menos tensas, pero de las que se aprendía a ser tolerante y alimentar el sentido crítico tanto por los demás como por uno mismo.
Siempre me he preguntado cómo se desarrollarían las tertulias literarias de principios de siglo, cómo se comportarían los tertulianos y cuáles serían las normas no escritas de las mismas. Afortunadamente, recientemente la casualidad me permitió presenciar una de ellas y aunque las formas, según mi entender, no fueron las más correctas para distintos participantes, imagino que el fondo era el mismo que entonces aprender y reconocer el esfuerzo del resto de los participantes.
Cuando llegas a una cafetería, lo primero en lo que te fijas es en los huecos (a no ser que alguien te esté esperando) intentando localizar una mesa vacía, sin embargo aquel día me fijé en un nutrido grupo de personas mayores, porque la mediana edad ya estaba más que sobrepasada, que mantenían una cháchara bastante tranquila en un rincón del local. El destino quiso que nos pudiésemos sentar cerca de ellos y mi interés ya despierto me hizo percatarme que no todos se conocían. De hecho, los tertulianos iban llegando, saludándose y presentándose como si algunos no se conociesen. Otra curiosidad es que sólo una mujer se encontraba en la mesa de aquel grupo tan heterogéneo, mientras la camarera tomaba cuenta de los cafés y otras bebidas que el grupo iba a consumir aquella tarde.
Tras una confusión en el pago, diez personas tratando pagar productos que no llegan a los tres euros con billetes al mismo tiempo no es una buena idea, parecía que todos se conjurasen para comenzar la tarea que se habían propuesto aquel día. Así que, mientras se hacía el silencio notas, libretas y bolígrafos, emergían de sus bolsillos dando comienzo a su tertulia particular.
Cruzando conversaciones, trataba de escuchar lo que en la otra mesa se decía, descubriendo que lo que allí se recitaba eran poemas compuestos por los mismos participantes que eran recibidos en silencio y despachados con aplausos. Aplausos que sin duda todos merecían porque si bien la calidad en la entonación y la lectura de los mismos en ocasiones delataban falta de práctica, el esfuerzo de composición y el descaro que había que asumir frente a ese grupo a buen seguro que lo merecían. Por supuesto que mi falta de integración en el grupo, simplemente porque se trataba de una conversación robada, me impedía valorar en su justa medida la calidad de los textos, pero no me cabe la menor duda de que igualmente hubiese bien recibido las composiciones en su mayoría románticas o despechadas por la misma razón.
Sin embargo, no todo fueron buenas maneras y educación en ese grupo. De repente, un hombre entró al local y como una imposición exigió su turno, taconeando mientras uno de los noveles poetas acometía la lectura de uno de los poemas. El resto ante su insistencia le dejó hacer y leyó soberbio como si lo propio fuese mejor que el resto, algo que por desgracia no alcancé a escuchar, abandonando al grupo en cuanto terminó.
No, no acabé la tertulia mientras el humo de los cigarrillos inundaba lentamente la cafetería. Mi falta de educación en ambas mesas era más que evidente, en una por exceso de interés y en otra por la carencia del mismo, así que me disculpé y con urgencia me dispuse a abandonar el lugar consciente de que al final todo esfuerzo tiene su recompensa si alguien es capaz de valorarlo en su justa medida si lo ha compartido.
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