A principios de los años 90, mi padre trabajaba en una empresa aseguradora que adquirió un servidor que estaba valorado en un millón de pesetas de aquel entonces. Mi padre estaba más o menos orgulloso de aquel mastodonte y, en una de esas visitas que realizamos los hijos cuando somos jóvenes y donde soy semiidolatrados por los compañeros de trabajo de nuestros familiares, recuerdo perfectamente la máquina IBM encerrada en su cuartito cruzada por innumerables cables a través de los cuales servía datos y cálculos al resto de terminales “tontos” de la oficina. Obviamente, eran otros tiempos, los terminales no solían disponer de interfaces mediante punteros e iconos a pesar de que ese sistema de interacción con el usuario lo comercializaba Apple con éxito desde mediados de los años 80. Claro que eran otros tiempos, las innovaciones tecnológicas tardaban unos pocos años en llegar a este lado del Atlántico y su asimilación era más lenta. Es curioso que actualmente un pequeño desfase de semanas en la comercialización de cierto producto tecnológico parece situarnos casi en la segudna división del Globo.
Cuando la consola de comandos pasó a mejor vida, a mi padre le costó dar el salto. Resistiéndose a utilizar el ratón, usando las combinaciones de teclas para ejecutar acciones y las teclas de desplazamiento para moverse en menús de programas diseñados para MS-DOS o Unix. Hoy en día, no ha podido resistirse al cambio radical que ha sufrido la informática de consumo en los últimos tiempos y sorprendentemente mantiene, en la medida de lo posible y con el soporte técnico de su hijo, una pequeña página web. Su siguiente paso es dar el paso a Facebook, pero eso lo dejaremos para Agosto.
Sin embargo, mi madre siempre se ha negado a sentarse delante de un ordenador. Desde aquel clónico con un procesador 286, un IBM PS2, que inauguró la mesa del despacho de mi antigua casa, hasta los distintos ordenadores que han ido poblando los rincones de mi casa a lo largo del tiempo, incluyendo los tres portátiles que hoy habitan mi casa, reiteradamente se ha negado a asomarse a Internet, aunque alguna de sus hijas se haya ido lejos y la comunicación con ella se haya hecho un poco más complicada. Y no se trata de que no tenga una miente inquieta, que la tiene; sin embargo el teclado, el ratón, los tiempos de espera cuando cargan los programas, la aparente complicación de los ordenadores con sus cuelgues, la han mantenido alejada de todo aquello que tuviese cierta relación con la informática. Hasta hoy.
La discusión sobre el gadget del momento también ha afectado a mi familia como habrá asaltado algunas de las conversaciones durante alguna comida familiar. Mi hermana consideraba que era un cacharro inútil, capricho de ricos y un nuevo movimiento de marketing de Steve Jobs que empujaba a los fansboys a gastarse de nuevo el dinero. Yo no lo veía así, desde luego. A pesar de las críticas, de la falta de cámara, de la falta de multitarea, de la falta de puertos USB, Jobs nos guiñaba el futuro. Es posible de que se trata de una tragaperras sobre la que debemos gastarnos el dinero para mantenerla útil, pero un aparato sencillo de usar y sin muchas complicaciones que rompía con la barrera de entrada que hasta entonces había supuesto a las personas más mayores.
Tanto es así que no me sorprendió que mi madre, tecnófoba por naturaleza que se niega a utilizar un teléfono móvil para no estar controlada en ningún momento por nada ni por nadie, me dijese que si finalmente adquiría un iPad se lo dejase probar. Una pantalla táctil, un diseño atractivo, una interfaz sencilla y sin teclado ni ratón y mi madre ya parece dispuesta a dar el salto a la Red. He ahí porqué el iPad, y las tablets que la seguirán, están cambiando el futuro no sólo para los más jóvenes, sino también para los más mayores.
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