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Escepticismos

En los viejos tiempos, cuando tenía que realizar una redacción dentro de un examen de inglés, siempre nos ofrecían dos opciones y siempre me decantaba por el relato corto. Odiaba los formalismos de las cartas, ya fuesen de reclamaciones o de otra índole, y de otros textos de estructura más o menos reglada como los textos de opinión (De viajes o ciudades por ejemplo). En aquellos pequeños relatos me sentía como pez en el agua retorciendo las historias hasta límites insospechados forzando el “nada es lo que parece”, aunque se trataba de un arma de doble filo porque en ocasiones el profesor te ofrecía unas primeras líneas (que previamente debías comprender) para posteriormente proseguir el discurso.

El número final de palabras del texto, en general de 250-300 palabras, no constituía un problema para mi, a pesar de que debía de ser consciente de que escribir más de lo exigido podía desembocar en más faltas gramaticales y ortográficas por lo que acabaría penalizado en la nota final del ejercicio escrito. En ocasiones, recibía felicitaciones por la trama del relato, incluso en mis 14 una profesora creyó ver en mi un futuro escritor. Sin embargo, yo siempre supe que no me dedicaría a pulir las palabras en la ficción, porque las historias no emergían de mi sino más bien de imposiciones de otros. Puede ser que la literatura no constituya un horizonte porque no haya vivido lo suficiente para comprender lo que es realmente la vida o simplemente es que ese reto no va conmigo.

Hoy en día, escribo en otros registros y como entonces me siguen imponiendo longitudes exactas de texto. No importa realmente si son 500 o 3000 las extensiones máximas en palabras, siempre patino en el exceso. Es posible que mi desafío actual sea precisamente en ser más esquemático y no andarme por las ramas. Imposible.

No me puedo imaginar los viejos tiempos en los medios de comunicación impresos. Aquellos cuando los periodistas escribían en Olivettis, cuando el traqueteo de las pulsaciones de las varillas sobre el papel y el tintineo del fin de línea inundaban las redacciones. Entonces, como en la mayoría de los casos actualmente y aunque parezca mentira, se escribía con los dedos índices, auscultando los teclados para no tener que recurrir con demasiada frecuencia a las tiras blancas que disponían del uso de los actuales Tippex. En el papel pautado que entonces se ofrecía a los periodistas para la exposición de las noticias, las líneas estaban medidas y contadas, disponías de diez y no podías sobrepasarlas. Nada de intentar engañar la vista de los lectores reduciendo el interlineado o disminuyendo un punto el tamaño de la letra como se hace actualmente con la informática. Puede que el resultado fuese más negro y compacto, pero si hay que contarlo todo mejor así que telegráfico.

Es curioso que en mi juventud me gustase escribir ficción en los Writings, y que hoy me dedique a escribir textos que se alejan tanto, o no, de la ficción. La semana pasada me pidieron otro texto profesional, tema libre, y cuando me situé en serio frente a la hoja en blanco me costó sólo dos horas darle el enfoque y dejarlo en 600 palabras (100 más que el límite).

Hoy, me pregunto si sigo siendo un fabulador que se acoge a las primeras líneas compuestas por otros o simplemente un observador demasiado escéptico del mundo que nos ha tocado compartir.

Publicado en Enredando