El escritor Andrés Trapiello, del que ya recogimos otro texto, nos cuenta en distintos números de la revista Magazine, la historia de unos pergaminos que se perdieron por la dejadez del Estado. Una historia en la que el mundo del libro antiguo y la bibliofilia se unen con la picaresca y las ganas de ganar dinero (o bienes culturales) por cualquier medio.
Como curiosidad, para aquellos que les pueda resultar interesante, os señalamos que pudimos entrar en casa del escritor gracias a un reportaje del diario El Mundo.
I -17 de junio de 2007
La gente tiene de las subastas una idea confusa y novelesca, algo en lo que se mezclan la astucia, la codicia y el dinero. Precisamente una novela española, que conoció un notable éxito hace unos años, empezaba de ese modo, en una subasta de arte: al conservador de un museo estatal se le escapaba cierta carta marina que contenía no sé qué fabulosos y encriptados tesoros y mensajes que anunciaban peripecias trepidantes. En ese punto cerré el libro: el novelista o no sabía o no le convenía recurrir al derecho de tanteo, a saber: el que tiene el Estado para quedarse con cualquier lote subastado. De haberlo sabido, de haberlo querido, aquel funcionario habría retenido tal carta con sólo levantar un dedo y sin el menor esfuerzo; claro que en ese caso el novelista se habría quedado sin novela.
Para garantizar la limpieza de una puja en una subasta pública a la que puede concurrir cualquiera que se haya acreditado previamente, el Estado se mantiene al margen. Cuando ha concluido la puja y los particulares han subido hasta donde lo han creído conveniente, el Estado, agazapado hasta entonces en un oscuro rincón, sale de su observatorio y dice, para frustración de los pujantes: me lo quedo. Naturalmente hasta rematar la puja no se sabe qué lo tes podrán interesar o no al Estado que, disponiendo de fondos públicos, ha de velar por su buena administración. Dicho en otras palabras: también al Estado le gusta comprar barato, aunque, en honor a la verdad, lo cierto es que siempre acaba tirando con pólvora del rey. ¿Y quién representa al Estado? A menudo, una persona sin relieve, apática y despegada, alguien un poco zoquete y sin demasiado amor a su trabajo.
No suele uno ir a las subastas por diversas razones: son tediosas y en ellas, embarcado en la ebriedad de las pujas, un poco delirantes casi siempre, acaba pagando más de lo que tenía pensado pagar y más de lo que muchas veces vale en el mercado eso por lo que se ha encaprichado. El deseo es una laberinto siempre misterioso. No obstante, de vez en cuando, ante la aparición de tal o cual libro, cuadro o papel viejo, se ha asomado uno a ellas. Creo que le verdadero espectáculo suele estar más en la vida de los pujistas que en las pujas. Hace unas semana estuve uno en una donde se subastaba la importante biblioteca de un musicólogo, poeta y editor argentino. Aparecía en ella un apreciable número de libros de Juan Ramón Jiménez dedicados por éste a aquél. Salieron a un precio alto y en algunos casos se remataron en cifras astronómicas. Pujaban por ellos libreros de viejo y algunos particulares que vieron segadas a cercén sus pretensiones, porque el Estado ejerció en todos los casos el implacable derecho de tanteo, como si fuese un derecho de pernada. A la enésima y extemporánea intervención del funcionario, alguien comentó sarcástico: "El Estado acaba de descubrir a Juan Ramón". ¿Es que el Estado no había tenido en los últimos cien años ocasión de comprar, y desde luego a mejor precio, tales libros? Nos consta incluso que ya los tiene. ¿Para qué los quiere, entonces? Déjenme que les cuente una historia, esta sí, entretenida y fabulosa.
II – 24 de junio de 2007
La palabra incunable está llena de resonancias legendarios, como la palabra Stradivarius tiene armónicos envolventes y fascinantes. En la biblioteca Ambrosiana de Milán se conservan algunas de las raras hojas manuscritas de Averroes comentando proposiciones aristotélicas. Son un tesoro. Las hallaron formando parte de otros volúmenes menos peligrosos, camufladas en ellos, para burlar a la Inquisición, dando cuerpo a las tapas.
Yo oí relatar la siguiente historia a su protagonista en la mítica librería de García Rico, donde en tiempos iba Baroja. Hablaban do o tres viejos clientes. Uno era don Julio Caro y otro don Manuel Camas, que había sido discípulo de Asín Palacios, el célebre arabista. Las investigaciones de don Manuel le habían llevado poco antes de la guerra a un convento valenciano de frailes agustinos donde descubrió por casualidad, solapadas en un infolio impreso en Venecia, dos hojas originales del siglo XII escritas en árabe. El nombre de Aristóteles aparecía en una de ellas. El hallazgo le lleón de entusiasmo. Cuando preguntó por el bibliotecario, con el que acababa de estar, le dijeron que se había indispuesto de manera súbita. Remitió las hojas tal y como las había encontrado, dentro de las tapas, y volvió al día siguiente. Le dijeron entonces que el bibliotecario había muerto esa noche. Porfió con el superior para que le dejara consultar de nuevo aquel mamotreto latino, pero el fraile, un hombre cerril, se negó pretextando mil excusas. Por esa razón se cuidó don Manuel muy mucho de declarar su verdadero interés, temiendo que aquel Savonarola los destruyera. Un mes más tarde estalló la guerra. Pasada la guerra, que trajo consigo la depuración de su cátedra a don Manuel y la dedicación de éste a muchos oficios, entre ellos el de corredor de libros, apareció en Madrid en la única casa de subastas que había entonces un ejemplar de la obra veneciana. Al examinarla, descubrió, camufladas bajo los pliegues del pergamino, las dos hojas escritas en arábigo. Después de la guerra el convento había vendido la biblioteca a un librero de Almería. Éste retuvo lo más preciado de ella y sacó a subasta algunos incunables de menor interés. Los precios de los incunables no eran todavía lo que son hoy, y don Manuel pudo quedarse con aquel, sólo que allí estaba, agazapado, el Estado con su derecho de tanteo.
No se alcanzó la razón por la que el Estado se interesaba en aquel libro. Desde luego nada que tuviera que ver con las dos hojas, que le habían pasado igualmente inadvertidas al librero almeriense. De lo contrario no se habría desprendido de ellas. Semanas después acudió a la Biblioteca Nacional, que lo había adquirido, y pidió ver el ejemplar. Le dijeron que se había mandado al restaurador. Dos años después volvió. Se lo trajeron vestido con un un pergamino adaptado de otro infolio. Según le informaron, el restaurador había asegurado que el original estaba en pésimo estado e infectado de hongos. Don Manuel, que sospechó una trapisonda, pidió conocer el nombre del restaurador, pero no hubo modo. Otro cerrilismo. Dos años después, en la misma casa de subastas, aparecieron las dos hojas escritas en árabe, mal catalogadas como "palimpsesto árabe del siglo XV". Acudió don Manuel a la subasta y aunque el precio era superior al del incunable, se hizo con la puja. Pero…
III – 1 de julio de 2007
Cuando vio las dos hojas, pensó en denunciar el hecho a las autoridades, pero al momento comprendió que un "rojo" no era la persona más adecuada para denuncia nada ni "levantar la liebre", como se dice en el argot de los bibliófilos. El secreto de aquel vestigio del pasado seguía con él. Le pareció más práctico tratar de hacerse con ellas con discreción en la puja. Le movía sólo un interés científico y el honor del descubrimiento. El dinero tampoco sería problema. Empezaba entonces la moda de usar los pergaminos medievales con fines decorativos, adaptándolos como pantallas de lámparas, biombos y otras piezas más o menos suntuarias. Esa moda se llevó por delante unos miles de cantorales góticos, algunos con miniaturas únicas y admirables, que fueron descuartizados sin piedad.
Llegó, pues, el día de la subasta. Como suponía don Manuel, el Estado esa vez no hizo acto de presencia con su derecho de pernada, pero sí un conocido librero, que llevó la puja, inexplicablemente, mucho más lejos de donde él podía llegar. Con tristeza vio escaparse aquel tesoro, después de triste pugna. A la semana siguiente visitó al librero en su librería y, después de tantearle, advirtió que éste había comprado aquellas dos hojas sin sabe exactamente lo que compraba, y así se lo confesó: le parecía que ambos pergaminos "tenían muy buena pinta". Don Manuel Camas, conocido de sobra por el librero, le pidió verlos de nuevo, dispuesto a confesar por primera vez su descubrimiento: que se trataba de dos hojas manuscritas y originales de Averroes. Se le había privado del placer de su posesión material, pero no del de publicar el descubrimiento. Pero entonces el librero anticuario, con ese hermetismo habitual en el gremio, le dijo que ya no estaban en su poder. Preguntó el arabista el nombre del nuevo propietario, pero aquél se negó con explicaciones confusas a dárselo.
Don Manuel Camas relató esta historia a don Julio Caro y dos o tres señores provectos una tarde del otoño de 1978. Las dos hojas, restauradas y catalogadas como de Averroes, habían vuelto a Madrid como préstamo de la Bibliothèque National de París a la exposición "El islam y los libros", organizada por nuestra Biblioteca Nacional. ¿Cómo habían llegado a la Bibliothèque National? No era difícil deducirlo. Don Manuel visitó al librero de viejo. La tarde en que éste lo contaba a sus amigos en la librería, sin reparar en un joven desconocido todo oídos que empezaba entonces su afición a los libros de viejo y a la novela de la vida, esa tarde, digo, venía de verlo. El librero le había dicho que recordaba vagamente algo de dos hojas escritas en arábigo, pero que treinta años eran muchos para acordarse de nada. Don Manuel Camas, ya octogenario, se había tomado con deportividad el cinismo del librero. Y dijo, y por eso he recordado ahora esa vieja historia: "O sea, que al Estado cuando tantea lo engañan. Y cuando no, permite que le saqueen el patrimonio". Yo, no hace mucho, le conté todo esto al librero, viejo pero todavía en activo, en su librería de Madrid. No es amigo mío, pero nos conocemos bien. Me dijo: "Por supuesto que traté mucho a don Julio Caro, que era cliente, pero no me acuerdo de ningún don Manuel Camas ni de ningún códice de Averroes, y de esto último me acordaría".
Me ha encantado la anecdota, muy novelesca pero real como la vida misma
A mí, no me sorprendió nada cuando acabé de leer el texto a lo largo de tres semanas. Me pareció tan normal que los textos acabasen en la Biblioteca Nacional de Francia que ni siquiera me indigné. Simplemente pensé: Esto es España.
País…