El escritor Juan Cueto publicaba el pasado 24 de diciembre en el suplemento dominical EPS, un artículo de opinión con el título Pecado de Gutenberg en el que realiza una reflexión personal sobre la evolución del libro y la lectura hasta nuestros días.
Esto que usted está haciendo ahora mismo, leer en solitario y en silencio, es algo muy moderno y que apenas tiene dos siglos de tradición. No lo olvidemos a la hora de acusar a las hiperindividualistas máquinas digitales de ser los nuevos ángeles exterminadores del humanismo. Y es que la verdadera revolución del libro no ocurrió con el nacimiento de la nueva tecnología llamada imprenta, como es tópico mid-cult; sucedió dos siglos y pico más tarde, cuando la lectura dejó de practicarse en voz alta y en público y se transformó en algo muy individual y silencioso.
Por tanto, que conste que en el origen del libro moderno no fue la famosa máquina de Gutenberg, sino aquella posterior mutación de la lectura ocurrida en la Ilustración y que impuso para siempre la técnica de leer en silencio y en privado. Es cierto que desde el Siglo de las Luces hay gentes que todavía siguen empecinadas en leer en voz alta y en público, como los niños, los políticos y esos autores que castigan a sus parejas con la lectura de las galeradas, fuente de tantos divorcios entre humanistas. Pero el libro, tal y como hoy lo entendemos y defendemos, nació de un invento más tardío y radical que el de Gutenberg, la también artificial e hiperindividualista necesidad de leer en voz baja, en rigurosa intimidad y completamente aislados de los ruidos sociales y familiares, como ocurre ahora con el iPod.
Es más, aquella nueva tecnología no hizo otra cosa en esos dos siglos y pico que intentar adaptarse tipográficamente a esa ilustrada necesidad de lectura en silencio y postura solitaria. Primero, separando las palabras en la caja de la imprenta de Gutenberg; después, suprimiendo los comentarios y glosas en los márgenes del libro, y por último, ya a finales del siglo XVII, con la revolucionaria introducción del punto y aparte y la división en párrafos y capítulos. A partir de estas sencillas técnicas empezó la posibilidad humanista de leer en silencio. Y sólo a mediados del siglo pasado las vanguardias literarias intentaron regresar a los orígenes con aquellos “textos” sin puntos y aparte ni capítulos, sus continuas glosas marginales, sus onomatopeyas, su tipografía continua, su odio por la lectura pasiva y silenciosa y su manía al estilo libre indirecto de Flaubert; y así les fue: nadie los leyó ni en silencio ni en solitario.
Perdonen esta veloz excursión por los cerros de Gutenberg, pero en pleno tsunami de estas muy nuevas y globalizadoras tecnologías digitales que amenazan con no dejar títere ni media con cabeza, no hay más remedio que acordarse de aquella verdadera y pocas veces mencionada revolución del libro que sólo consistió en cerrar la boca, expulsar al público de alrededor y leer íntimo. Algo no muy distinto a lo que está ocurriendo con estas lecturas multimedia e hiperindividualistas a las que nos obliga ese serial-killer llamado Internet y que se está cargando de una tacada, como repite el otro gran tópico mid-cult, todas las viejas lecturas de aquel siglo XX que tanto amamos. Desde el cine en sala y rodeado de extraños hasta la televisión vista en el cuarto de estar y rodeado de familia (esa obscenidad llamada share), pasando por la música en pandilla o concierto, el periodismo sin bitácoras ni interactividad o, en fin, esos cedés y deuvedés pirateados o comprados en un centro comercial invadido por las hordas juveniles del fin de semana, pero luego consumidos en pecaminoso silencio solitario.
A los apocalípticos genéticos, tan abundantes en este país y en este periódico, les horroriza que aquella revolución de la lectura silenciosa y en la intimidad, la misma que inventó el libro y de paso la narración moderna, también se aplique a estas nuevas narraciones under 30. Con la nueva ilustración digital no sé si cambiarán los sistemas de hacer pelis, vídeos, músicas, chats, narraciones multimedia o videojuegos, pero están cambiando los tradicionales modos de lectura del mundo exterior, que ya nada tienen que ver con el XX y que de nuevo, como a principios del XVIII, imponen lecturas en riguroso silencio y en solitario, tal y como las practican los screen-ager en sus guaridas.
Miren ustedes, esa nueva forma de lectura solitaria, en voz baja y sin público ni familia al lado, destroza un buen montón de supercherías actuales. Por lo pronto, adiós y muy buenas a esas estúpidas tiranías del share y el prime time en TV (un burdo truco estadístico que exige estar en familia y sentados muy juntos y a la misma hora en el tresillo sky), al box-office de las salas de cine, que también es resultado de la aritmética sedentaria de espectadores sin relaciones personales, sexuales o diplomáticas con sus vecinos de butaca, a esos rankings musicales que únicamente suman en concierto.
En el siglo XXI todavía falta por inventar una maquinita digital: un audímetro de bolsillo y multi-multimedia que registre todas esas infinitas lecturas hiperindividuales y silenciosas que exige esa nueva imprenta de tipos móviles llamada Internet.