Carta a Andrés escrita desde las Batuecas por «El Pobrecito Hablador»
(Artículo enteramente nuestro)
«Rómpanse las cadenas que embarazan los progresos; repruébense los estorbos, quítense los grillos que se han fabricado de los yertos de los siglos…»
M. A. GÁNDARA. Apuntes sobre el bien y el mal de este país.
De las Batuecas este año que corre.
Andrés mío:
Yo pobrecito de mí, yo Bachiller, yo batueco, y natural por consiguiente de este inculto país, cuya rusticidad pasa por proverbio de boca en boca, de región en región, yo hablador, y careciendo de toda persona dotada de chispa de razón con quien poder dilucidar y ventilar las cuestiones que a mi embotado entendimiento se le ofrecen y le embarazan, y tú cortesano y discreto! ¡Qué de motivos, querido Andrés, para escribirte!
Ahí van, pues, esas mis incultas ideas, tales cuales son, mal o bien compaginadas, y derramándose a borbotones, como agua de cántaro mal tapado.
Esa breve dudilla se me ofrece por hoy, y nada más.
«¿No se lee en este país porque no se escribe, o no se escribe porque no se lee?»
Terrible y triste cosa me parece escribir lo que no ha de ser leído; empero más ardua empresa se me figura a mí, inocente que soy, leer lo que no se ha escrito.
¡Mal haya, amén, quien inventó el escribir! Dale con la civilización, y vuelta con la ilustración. ¡Mal haya, amén, tanto achaque para emborronar papel!
A bien, Andrés mío, que aquí no pecamos de ese exceso. Y torna los ojos a mirar en derredor nuestro, y mira si no estamos en una balsa de aceite. ¡Oh feliz moderación! ¡Oh ingenios limpios los que nada tienen que enseñar! ¡Oh entendimientos claros los que nada tienen que aprender! ¡Oh felices aquellos, y mil veces felices, que o todo se lo saben ya, o todo se lo quieren ignorar todavía!
¡Maldito Gutenberg! ¿Qué genio maléfico te inspiró tu diabólica invención? ¿Pues imprimieron los egipcios y los asirios, ni los griegos ni los romanos? ¿Y no vivieron, y no dominaron?
¿Que eran más ignorantes, dices? ¿Cuántos murieron de esa enfermedad? ¿Qué remordimientos atormentaron la conciencia del Omar que destruyó la biblioteca de Alejandría? ¿Que eran más bárbaros, añades? Si crímenes, si crueldades padecían, crímenes y crueldades tienen diariamente lugar entre nosotros. Los hombres que no supieron, y los hombres que saben, todos son hombres, y lo que peor es, todos son hombres malos. Todos mienten, roban, falsean, perjuran, usurpan, matan y asesinan. Convencidos sin duda de esta importante verdad, puesto que los mismos hemos de ser, ni nos cansamos en leer, ni nos molestamos en escribir en este buen país en que vivimos.
¡Oh felicidad la de haber penetrado la inutilidad del aprender y del saber!
Mira aquel librero ricachón que cerca de tu casa tienes. Llégate a él y dile:
-¿Por qué no emprende usted alguna obra de importancia? ¿Por qué no paga bien a los literatos para que le vendan sus manuscritos?
-¡Ay, señor! -te responderá-. Ni hay literatos, ni manuscritos, ni quien los lea: no nos traen sino folletitos y novelicas de ciento al cuarto: luego tienen una vanidad, y se dejan pedir… No, señor, no.
-Pero ¿no se vende?
-¿Vender? Ni un libro: ni regalados los quiere nadie; llena tengo la casa… ¡Si fueran billetes para la ópera o los toros…!
¿Ves pasar aquel autor escuálido de todos conocido? Dicen que es hombre de mérito. Anda y pregúntale:
-¿Cuándo da usted a luz alguna cosita? Vamos…
-¡Calle usted por Dios! -te responderá furioso como si blasfemases-; primero lo quemaría. No hay dos libreros hombres de bien. ¡Usureros! Mire usted: días atrás me ofrecieron una onza por la propiedad de una comedia extraordinariamente aplaudida; seiscientos reales por un Diccionario manual de Geografía, y por un Compendio de la Historia de España, en cuatro tomos, o mil reales de una vez, o que entraríamos a partir ganancias, después de haber hecho él las suyas, se entiende!
No, señor, no. Si es en el teatro, cincuenta duros me dieron por una comedia que me costó dos años de trabajo, y que a la empresa le produjo doscientos mil reales en menos tiempo; y creyeron hacerme mucho favor. Ya ve usted que salía por real y medio diario. ¡Oh!, y eso después de muchas intrigas para que la pasaran y representaran. Desde entonces, ¿sabe usted lo que hago? Me he ajustado con un librero para traducir del francés al castellano las novelas de Walter Scott, que se escribieron originalmente en inglés, y algunas de Cooper, que hablan de marina, y es materia que no entiendo palabra. Doce reales me viene a dar por pliego de imprenta, y el día que no traduzco no como. También suelo traducir para el teatro la primera piececilla buena o mala que se me presenta, que lo mismo pagan y cuesta menos: no pongo mi nombre, y ya se puede hundir el teatro a silbidos la noche de la representación. ¿Qué quiere usted? En este país no hay afición a esas cosas.
¿Conoces a aquel señorito que gasta su caudal en tiros y carruajes, que lo mismo baila una mazurca en un sarao con su pantalón colán y su clac, hoy en traje diplomático, mañana en polainas y con chambergo, y al otro arrastrando sable, o en breve chupetín, calzón y faja? Mil reales gasta al día, dos mil logra de renta; ni un solo libro tiene, ni lo compra, ni lo quiere. Pues publica tú algún folleto, alguna comedia… Prevalido de ser quien es, tendrá el descaro de enviarte un gran lacayo aforrado en la magnífica librea, y te pedirá prestado para leerlo, a ti, autor que de eso vives, un ejemplar que cuesta una peseta. Ni con eso se contenta: daralo a leer a todos sus amigos y conocidos, y por aquel ejemplar leeralo toda la corte, ni más ni menos que antes de descubrirse la imprenta, y gracias si no te pide más para regalar. Pregúntale:
– ¿Por qué no se suscribe a los periódicos? ¿Por qué no compra libros, ni fiados siquiera?
– ¿Qué quiere usted que haga? -te replicará-, ¿qué tengo de comprar? Aquí nadie sabe escribir; nada se escribe: todo eso es porquería.
Como si de coro supiera cuántos libros buenos corren impresos.
Por allá cruza un periodista… Llámale, grítale:
– ¡Don Fulano! Ese periódico, hombre, mire usted que todos hablan de él de una manera…
– ¿Qué quiere usted? -te interrumpe- ; un redactor o dos tengo buenos, que no es del caso nombrar a usted ahora; pero los pago poco, y así no es extraño que no hagan todo lo que saben: a otro le doy casa, otro me escribe por la comida…
– ¡Hombre! ¡Calle usted!
– Sí, señor; oiga usted, y me dará la razón. En otro tiempo convoqué cuatro sabios, diles buenos sueldos; redactaban un periódico lleno de ciencia y de utilidad, el cual no pudo sostenerse medio año; ni un cristiano se suscribió; nadie le leía; puedo decir que fue un secreto que todo el mundo me guardó. Pues ahora con eso que usted ve estoy mejor que quiero, y sin costarme tanto. Todavía le diría a usted más… Pero… Desengáñese usted, aquí no se lee.
– Nada tengo que replicar -le contestaría yo-, sino que hace usted lo que debe, y llévese el diablo las ciencias y la cultura.
Lucidos quedamos, Andrés. ¡Pobres batuecos! La mitad de las gentes no lee porque la otra mitad no escribe, y ésta no escribe porque aquélla no lee.
Y ya ves tú que por eso a los batuecos ni nos falta salud ni buen humor, prueba evidente de que entrambas cosas ninguna falta nos hacen para ser felices. Aquí pensamos como cierta señora, que viendo llorar a una su parienta porque no podía mantener a su hijo en un colegio.
– Calla, tonta -le decía-; mi hijo no ha estado en ningún colegio, y a Dios gracias bien gordo se cría y bien robusto.
Y para confirmación de esto mismo, un diálogo quiero referirte que con cuatro batuecos de éstos tuve no ha mucho, en que todos vinieron a contestarme en sustancia una misma cosa concluyendo cada uno a su tono y como quiera:
– Aprenda usted la lengua del país -les decía-. Coja usted la gramática.
– La parda es la que yo necesito -me interrumpió el más desembarazado, con aire zumbón y de chulo, fruta del país-: lo mismo es decir las cosas de un modo que de otro.
– Escriba usted la lengua con corrección.
– ¡Monadas! ¿Qué más dará escribir vino con b que con v? ¿Si pasará por eso de ser vino?
– Cultive usted el latín.
– Yo no he de ser cura, ni tengo de decir misa.
– El griego.
– ¿Para qué, si nadie me lo ha de entender?
– Dése usted a las matemáticas.
– Ya sé sumar y restar, que es todo lo que puedo necesitar para ajustar mis cuentas.
– Aprenda usted Física. Le enseñará a conocer los fenómenos de la Naturaleza.
– ¿Quiere usted todavía más fenómenos que los que está uno viendo todos los días?
– Historia natural. La botánica le enseñará el conocimiento de las plantas.
– ¿Tengo yo cara de herbolario? Las que son de comer, guisadas me las han de dar.
– La zoología le enseñará a conocer los animales y sus…
– ¡Ay! ¡Si viera usted cuántos animales conozco ya!
– La mineralogía le enseñará el conocimiento de los metales, de los…
– Mientras no me enseñe dónde tengo de encontrar una mina, no hacemos nada.
– Estudie usted la geografía.
– Ande usted, que si el día de mañana tengo que hacer un viaje, dinero es lo que necesito, y no geografía; ya sabrá el postillón el camino, que ésa es su obligación, y dónde está el pueblo a donde voy.
– Lenguas.
– No estudio para intérprete: si voy al extranjero, en llevando dinero ya me entenderán, que esa es la lengua universal.
– Humanidades, bellas letras…
– ¿Letras?, de cambio: todo lo demás es broma.
– Siquiera un poco de retórica y poesía.
– Sí, sí, véngame usted con coplas; ¡para retórica estoy yo! Y si por las comedias lo dice usted, yo no las tengo de hacer: traduciditas del francés me las han de dar en el teatro.
– La historia.
– Demasiadas historias tengo yo en la cabeza.
– Sabrá usted lo que han hecho los hombres…
– ¡Calle usted por Dios! ¿Quién le ha dicho a usted que cuentan las historias una sola palabra de verdad? ¡Es bueno que no sabe uno lo que pasa en casa…!
Y por último concluyeron:
– Mire usted -dijo el uno-, déjeme usted de quebraderos de cabeza; mayorazgo soy, y el saber es para los hombres que no tienen sobre qué caerse muertos.
– Mire usted -dijo otro-, mi tío es general, y ya tengo una charretera a los quince años; otra vendrá con el tiempo, y algo más, sin necesidad de quemarme las cejas; para llevar el chafarote al lado y lucir la casaca no se necesita mucha ciencia.
– Mire usted -dijo el tercero-, en mi familia nadie ha estudiado, porque las gentes de la sangre azul no han de ser médicos ni abogados, ni han de trabajar como la canalla… Si me quiere usted decir que don Fulano se granjeó un gran empleo por su ciencia y su saber, ¡buen provecho! ¿Quién será él cuando ha estudiado? Yo no quiero degradarme.
– Mire usted -concluyó el último-, verdad es que yo no tengo grandes riquezas, pero tengo tal cual letra; ya he logrado meter la cabeza en rentas por empeños de mi madre; un amigo nunca me ha de faltar, ni un empleíllo de mala muerte; y para ser oficinista no es preciso ser ningún catedrático de Alcalá ni de Salamanca.
Bendito sea Dios, Andrés, bendito sea Dios, que se ha servido con su alta misericordia aclararnos un poco las ideas en este particular. De estas poderosas razones trae su origen el no estudiar, del no estudiar nace el no saber, y del no saber es secuela indispensable ese hastío y ese tedio que a los libros tenemos, que tanto redunda en honra y provecho, y sobre todo en descanso de la patria.
– ¿Pues no da lástima -me decía otro batueco días atrás- ver la confusión de papeles que se cruzan y se atropellan por todas partes en esos países cultos que se llaman? ¡Válgame Dios! ¡Qué flujo de hablar y qué caos de palabras, y qué plaga de papeles, y qué turbión de libros, que ni el entendimiento barrunta cómo hay plumas que los escriban, ni números que los cuenten, ni oficinas que los impriman, ni paciencia que los lea! ¿Y con aquello se han de mantener un sinnúmero de hombres, sin más oficio ni beneficio que el de literatos? Y dale con las ciencias y dale con las artes, y vuelta con los adelantos y torna con los descubrimientos. ¡Oh siglo gárrulo y lenguaraz! ¡Mire usted qué mina han descubierto!
¡Qué de ventajas, Andrés, llevamos en esto a los demás! Muéranse miserables aquí los autores malos, y digo malos, porque buenos no los hay; y lo que es mejor, lo mismo se han muerto los buenos, cuando los ha habido, y volverán a morirse cuando los vuelva a haber; ni aquí se enriquecen los ingenios pobres con la lectura de los discretos ricos, ni tienen aquí más vanidad fundada que la que siempre traen en el estómago, pues por no hacerlos orgullosos nadie los alaba, ni les da que comer. ¡Oh idea cristiana! Ni aquí prospera nadie con las letras, ni se cruzan los libros y periódicos en continua batalla; aquí las comedias buenas no se representan sino muy de tarde en tarde, sin otra razón que porque no las hay a menudo, y las malas ni se silban ni se pagan, por miedo de que se lleguen a hacer buenas todos los días. Aquí somos tan bien criados, y tanto gustamos de ejercer la hospitalidad, que vaciamos el oro de nuestros bolsillos para los extranjeros. ¡Oh desinterés! Aquí se trata mal a los actores medianos, y peor a los mejores por no ensoberbecerlos. ¡Oh deseo de humildad! No se les da siquiera precio por no ahitarlos. ¡Oh caridad! Y a la par se exige de ellos que sean buenos. ¡Oh indulgencia! No es aquí, en fin, profesión el escribir, ni afición el leer; ambas cosas son pasatiempo de gente vaga y mal entretenida: que no puede ser hombre de provecho quien no es por lo menos tonto y mayorazgo.
¡Oh tiempo y edad venturosa! No paséis nunca, ni tengan nunca las letras más amparo, ni se hagan jamás comedias, ni se impriman papeles, ni libros se publiquen, ni lea nadie, ni escriba desde que salga de la escuela.
Que si me dices, Andrés, que se escribe y se lee, por los muchos carteles que por todas partes ves, direte que me saques tres libros buenos del país y del día, y de los demás no hagas caso, que no es ni mejor el agua de una cascada por mucho estruendo que meta, ni eso es otra cosa que el espantoso ruido de los famosos batanes del hidalgo manchego; después de visto, un poco de agua sucia; ni escribe, en fin, todavía quien sólo escribe palotes.
Así que, cuando la anterior proposición senté, no quise decir que no se escribiese, sino que no se escribía bien, ni que no fuese el de emborronar papel el pecado del día, pecado que no quiera Dios perdonarle nunca; ni quiero yo negar la triste verdad de que no hay día que algún libro malo no se publique, antes lo confieso, y de ello y de ellos me pesa y tengo verdadero dolor, como si los compusiera yo. Pero todo ese atarugamiento y prisa de libros, reducido está, como sabemos, a un centón de novelitas fúnebres y melancólicas, y de ninguna manera arguye la existencia de una literatura nacional, que no puede suponerse siquiera donde la mayor parte de lo que se publica, sino el todo, es traducido, y no escribe el que sólo traduce, bien como no dibuja quien estarce y pasa el dibujo ajeno a otro papel al trasluz de un cristal. Lo cual es tan verdad, que no me dejaría mentir ni decir cosa en contrario todo ese enjambre de autorzuelos, a quienes pudiéramos aplicar los tercetos de Rey de Artieda:
Como las gotas que en verano llueven,
Con el ardor del sol, dando en el suelo,
Se convierten en ranas y se mueven:Con el calor del gran señor de Delo
Se levantan del polvo poetillas
Con tanta habilidad, que es un consuelo.
Y más que me cuentes entre ellos, y por tanto me reconvengas, pues si me preguntas por qué me entremeto yo también en embadurnar papel, sin saber más que otros, te recordaré aquello de «donde quiera que fueres, haz lo que vieres». Así, si fuese a país de cojos, pierna de palo me pondría; y ya que en país de autorcillos y traductores he nacido y vivo, autorcillo y traductor quiero y debo, y no puedo menos de ser, pues ni es justo singularizarme, y que me señalen con el dedo por las calles, ni depende además del libre albedrío de cada uno el no contagiarse en una epidemia general. Ni a nadie hagas cargos tampoco por lo de traductor, pues es forzoso que se eche muletas para ayudarse a andar quien nace sin pies, o los trae trabados desde el nacer.
Y si me añades que no puede ser de ventaja alguna el ir atrasados con respecto a los demás, te diré que lo que no se conoce no se desea ni echa menos; así suele el que va atrasado creer que va adelantado, que tal es el orgullo de los hombres, que nos pone a todos una venda en los ojos para que no veamos ni sepamos por donde vamos, y te citaré a este propósito el caso de una buena vieja que en un pueblo, que no quiero nombrarte, ha de vivir todavía, la cual vieja era de estas muy leídas de los lugares; estaba suscrita a la Gaceta, y la había de leer siempre desde la Real orden hasta el último partido vacante, de seguido, y sin pasar nunca a otra sin haber primero dado fin de la anterior. Y es el caso que vivía y leía la vieja (al uso del país) tan despacio y con tal sorna, que habiéndose ido atrasando en la lectura, se hallaba el año 29, que fue cuando yo la conocí, en las Gacetas del año 23, y nada más; hube de ir un día a visitarla, y preguntándola qué nuevas tenía, al entrar en su cuarto, no pudo dejarme concluir; antes arrojándose en mis brazos con el mayor alborozo y soltando la Gaceta que en la mano a la sazón tenía:
– ¡Ay, señor de mi alma! -me gritaba con voz mal articulada y ahogada en lágrimas y sollozos, hijos de su contento-, ¡ay, señor de mi alma! ¡Bendito sea Dios, que ya vienen los franceses, y que dentro de poco nos han de quitar esa pícara Constitución, que no es más que un desorden y una anarquía!
Y saltaba de gozo, y dábase palmadas repetidas; esto en el año 29, que me dejó pasmado de ver cuán de ilusión vivimos en este mundo, y que tanto da ir atrasado como adelantado, siempre que nada veamos, ni queramos ver por delante de nosotros.
Más te dijera, Andrés, en el particular, si más voluntad tuviese yo de meterme en mayores honduras; empero sólo me limitaré a decir para concluir que no sabemos lo que tenemos con nuestra feliz ignorancia, porque el vano deseo de saber induce a los hombres a la soberbia, que es uno de los siete pecados mortales, por el plano resbaladizo de nuestro amor propio; de este feo pecado nació, como sabes, en otros tiempos la ruina de Babel, con el castigo de los hombres y la confusión de las lenguas, y la caída asimismo de aquellos fieros titanes, gigantazos descomunales, que por igual soberbia escalaron también el cielo, sea esto dicho para confundir la Historia Sagrada con la profana, que es otra ventaja de que gozamos los ignorantes, que todo lo hacemos igual.
De que podrás inferir, Andrés, cuán dañoso es el saber, y qué verdad es todo cuanto arriba te llevo dicho acerca de las ventajas que en esta como en otras cosas a los demás hombres llevamos los batuecos, y cuánto debe regocijarnos la proposición cierta de que:
«En este país no se lee porque no se escribe, y no se escribe porque no se lee»;
que quiere decir en conclusión que aquí ni se lee ni se escribe; y cuánto tenemos por fin que agradecer al cielo, que por tan raro y desusado camino nos guía a nuestro bien y eterno descanso, el cual deseo para todos los habitantes de este incultísimo país de las Batuecas, en que tuvimos la dicha de nacer, donde tenemos la gloria de vivir, y en el cual tendremos la paciencia de morir. Adiós, Andrés.
Tu amigo, el Bachiller.
El Pobrecito Hablador, 11 de septiembre de 1832.
[…] qué voy a decir nuevo que no haya dicho, ya hace dos siglos, Mariano José Larra que no demuestren las estadísticas y que no refrenden nuestras administraciones públicas, medios […]