Pero uno no lee para aprender, ni para saber más, ni para escaparse. Uno lee porque la lectura es un vicio perfectamente compatible con la escasez de medios, con la falta de esa audacia que otros vicios requieren, y, más importante todavía, con la absoluta pereza. El buen aficionado lleva a cabo la mayor parte de sus mejores lecturas en diversos grados de proximidad a la posición horizontal. Bien es verdad que también se somete a las mayores incomodidades: lee de pie, en un vagón del metro; lee en la dura silla de una biblioteca pública, bajo una luz escasa que le daña los ojos; incluso en medio de la calle, con la misma impaciencia con que alguien que ha comprado una barra de pan recién hecha le arranca el pico tostado y se lo va comiendo en el camino hacia casa. Aquel lector definitivo, fanático, que fue Juan Carlos Onetti me contó una vez la emoción de ir por una calle de Buenos Aires leyendo una novela recién adquirida de William Faulkner, incapaz de contenerse hasta llegar a casa, hasta encontrar un banco en un parque. Cuando se tienen pocos libros, el único remedio contra la escasez es empezar de nuevo por la primera página a continuación de la última. A mí me pasó eso, a los 12 años, cuando descubrí La isla misteriosa, de Julio Verne, en una de aquellas ediciones memorables de la colección Historias. El vicio ha de ser alimentado, pero es un vicio tan feliz que la sustancia de la que se alimenta permanece intacta una vez consumida, incluso puede ser todavía más satisfactoria: es una refutación de ese antipático dicho inglés según el cual no es posible comerse la tarta y seguir teniéndola. Yo llegaba al final de La isla misteriosa y como no tenía ningún otro libro a mano volvía al primer capítulo, y la escena magnífica de los fugitivos que viajan en un globo arrastrado por un huracán era todavía más apasionante.
Seguir leyendo El vicio sin castigo de Antonio Muñoz Molina