En las novelas, se suele retratar a los bibliotecarios y a los archiveros como seres solitarios, uraños y esquivos, pero puede que tras la lectura de la novela El Psicoanalista debamos añadir algunos más como, por ejemplo, corruptos y oportunistas. Aunque debería advertir que leyendo esta novela, pocas cosas serias podemos extraer de ella. Desde el comienzo, el libro me parece un completo despropósito, muy al gusto norteamericano a la hora de buscarle tres pies al gato, que sin embargo no supera una lectura rigurosa desde mi punto de vista (Por supuesto que para gustos los colores).
Así el arranque de la novela sucede cuando el Doctor Ricky Starks recibe una carta de un tal Rumplestilskin que dice:
Feliz 53 cumpleaños, doctor. Bienvenido al primer día de su muerte. Pertenezco a algún momento de su pasado. Usted arruinó mi vida. Quizá no sepa cómo, por qué, pero lo hizo. Llenó todos mis instantes de desastre y tristeza. Arruinó mi vida. Y ahora estoy decidido a arruinar la suya. Al principio pensé que debería matarlo para ajustarle las cuentas. Pero me di cuenta de que eso era demasiado sencillo. Es un objetivo patéticamente fácil, doctor. Acecharlo y matarlo no habría supuesto ningún desafío. Y, dada la facilidad de ese asesinato, no estaba seguro de que me proporcionara la satisfacción necesaria. He decidido que prefiero que se suicide.
Tras la carta, la vida rigurosa y tediosa del Doctor comienza a cambiar encaminándose hacia una pesadilla que se convierte rápidamente en infierno, pero que para librarse de ella tan sólo debe de adivinar el nombre de su acosador. Así pues el Dr. Starks deberá comenzar sus pesquisas y finalizarlas en el plazo de 15 días para evitar librarse de su acosos y de su suicidio. Sus investigaciones le conducen hasta el archivo de historias clínicas de una Clínica Psiquiátrica en la que había trabajado durante su juventud en la que se desarrolla el encuentro con el archivero de nuestro interés.
En el mostrador de los archivos de historiales médicos había un empleado panzudo de mediana edad con una estridente camisa de estampado hawaiano y unos desastrados pantalones caqui. Miró a Ricky con asombro cuando éste le explicó el motivo de su visita.
– ¿Qué quiere exactamente de hace veinte años? – dijo con incredulidad.
– Todos los historiales de la clínica psiquiátrica para pacientes externos correspondientes al período de seis meses en que trabajé en ella. Cada paciente que venía recibía un número clínico y se le abría un expediente, incluso aunque sólo viniera una vez. Esos expedientes contienen todas las notas que se tomaban del caso.
– No estoy seguro de que esos historiales se hayan introducido en el ordenador – comentó el empleado.
– Apuesto a que sí. Vamos a comprobarlo.
– Llevará algún tiempo, doctor – aseguró el hombre -. Y tengo muchas otras peticiones.
Ricky reflexionó un momento sobre lo fácil que les resultaba a Virgil y Merlin lograr que la gente hiciera cosas sencillas ofreciéndoles dinero. Llevaba doscientos cincuenta dólares en la cartera y sacó doscientos, que dejó sobre el mostrador.
– Esto facilitará las cosas –dijo-. Quizá me ponga el primero en la cola.
El empleado miró alrededor, vio que nadie lo estaba observando y cogió el dinero.
– Estoy a su disposición, doctor – repuso con una sonrisita. Se metió el dinero en el bolsillo y movió la mano -. Veamos qué podemos encontrar –dijo, y empezó a teclear en el ordenador.
Los dos hombres tardaron el resto de la mañana en obtener una lista de números de expediente. Si bien consiguieron aislar el año en cuestión, no se podía determinar informáticamente si esos números eran de hombres o de mujeres, y tampoco había ningún código que identificara qué médico había visitado a cada paciente. Ricky había estado en la clínica desde marzo hasta principios de septiembre. El empleado logró ceñirse a ese período. Para reducir aún más la selección, Ricky supuso que la madre de Rumplestilskin había acudido en los meses de verano, hacía veinte años. En ese lapso se habían abierto doscientos setenta y nueve expedientes de nuevos pacientes en la clínica.
– Si quiere encontrar a una persona concreta – dijo el hombre-, tendrá que examinar cada expediente. Yo se los puedo buscar, pero después es cosa suya. No será fácil.
– No pasa nada – aseguró Ricky-. No esperaba que lo fuera.
El empleado condujo a Ricky a una mesita metálica en un rincón de su oficina. Ricky se sentó en una silla de madera mientras que el hombre empezaba a llevarle los expedientes. Tardó por los menos diez minutos en reunir los doscientos setenta y nueve, que depositó en el suelo al lado de Ricky. Luego le proporcionó un bloc y un bolígrafo y se encogió de hombros.
– Procure no desordenarlos –pidió-. Así no tendré que archivarlos de nuevo uno a uno. Y vaya con cuidado con todas las entradas, por favor; no mezcle los documentos y las notas de un expediente con los de otro. No es que piense que alguien quiera volver a consultarlos, desde luego. No sé ni porqué los guardamos. Pero yo no dicto las normas. ¿Usted sabe quién dicta las normas?
[…]
A unos pasos de distancia, al empleado de los archivos se le cayó un lápiz al suelo y, soltando un juramento, se agachó a recogerlo.
Ricky lo observó incorporarse de nuevo ante la pantalla de su ordenador. Y en ese instante vio algo. Fue como si el modo en que la espalda del hombre se encorvaba un poco, el tic nervioso que le llevaba a repiquetear en la mesa con el lápiz y la forma en que se inclinaba hablaran un lenguaje que Ricky debería haber entendido desde el primer momento, a partir del modo en que le hombre había cogido el dinero. Pero Ricky era sólo un principiante en estos menesteres y pensó que eso explicaba por qué había tardado tanto en comprender. Se levantó de la mesa y se situó detrás del hombre.
– ¿Dónde está?- preguntó en voz baja, y sujetó con fuerza la nuca del hombre.
– ¡Oiga! ¿Qué…? – Lo había pillado por sorpresa. Intentó cambiar de posición, pero la presa de Ricky le limitaba los movimientos -. ¡Ay! ¿Qué demonios hace?
– ¿Dónde está? – repitió Ricky con fiereza.
– ¿De qué habla? ¡Joder! ¡Suélteme!
– No hasta que me diga dónde está – dijo Ricky, y con la otra mano empezó a apretar el cuello del hombre- ¿No le dijeron que yo era un desesperado? ¿No le dijeron la presión a la que estoy sometido? ¿No le dijeron que puedo ser inestable, que podría hacer cualquier cosa?
– ¡No! ¡Por favor! ¡Ay! ¡No, mierda, no lo dijeron! ¡Suélteme!
– ¿Dónde está?
– ¡Se lo llevaron!
– No le creo
– ¡De verdad!
– De acuerdo. ¿Quién se lo llevó?
– Un hombre y una mujer. Hace dos semanas. Vinieron aquí.
[…]
– ¿Así que el archivo ya no está?
– Lo siento, doctor. No pensé que fuera tan importante. ¿Quiere la tarjeta de ese abogado?
– Ya tengo una. – Siguió mirándolo fijamente-. Tomaron el expediente y le pagaron, pero usted no es tan estúpido, ¿verdad?
– ¿Qué quiere decir? – El hombre se movió con nerviosismo.
– Quiero decir que no es tan estúpido. Y no ha trabajado en un archivo de historiales todos estos años sin aprender algo sobre guardarse las espaldas, ¿no? Por lo tanto, en estos montones falta un expediente, pero usted hizo algo.
– ¿De qué está hablando?
– No entregó ese expediente sin fotocopiarlo antes, ¿verdad? No importa cuánto le pagara ese hombre, pensó que tal vez alguien más interesado podría tener más dinero que el abogado y la mujer. De hecho, puede que incluso ellos le dijeran que alguien podría venir a buscarlo, ¿me equivoco?
– Puede que lo dijeran.
– Y tal vez, usted pensó que podría sacar otros mil quinientos o incluso más si lo fotocopiaba, ¿correcto?
– ¿Va a pagarme también? – repuso el hombre.
– Considere como pago que no llame a su jefe –dijo Ricky
Extraído de: KATZENBACK, John. El psicoanalista. Barcelona: Ediciones B, 2005. Pág. 261 – 268