A la Fotografía le costó hacerse un hueco entre aquellas disciplinas consideradas como Arte. En sus orígenes, que situaremos para nuestra comodidad a mediados del siglo XIX, la captura de la luz mediante ópticas y químicos no podía hacerle sombra a disciplinas como la pintura de la que heredaba muchos conceptos estéticos en cuanto a perspectivas y composición. El resumen simplista quizá podría consistir en: Cualquier puede realizar una fotografía, casi nadie podría realizar un cuadro.
Sin embargo, la fascinación de la captura de esa realidad inició un trabajo de documentación de la vida en la que se buscaban paisajes, ciudades e incluso personas. Pero ya desde un principio esa realidad capturada podía no ajustarse a los cánones estéticos y había que empujarla con el retoque a pincel de esas imágenes. De hecho, casi como sucede actualmente, el fotógrafo disponía de un artista/retocador que mejoraba las sombras y los fondos a mano alzada. Desde los orígenes de la Fotografía, la captura de la realidad necesitaba ser mejorada en mayor o menor medida.
Por supuesto que las imágenes también podían ser mejoradas en laboratorio. Jugando con los tiempos de exposición y revelado, se podrían aclarar u obscurecer zonas específicas de las imágenes, mejorando el contraste global de las imágenes e incluso dándoles otras tonalidades a las imágenes mediante lo que se denominan virado o virajes.
Mientras tanto, la Fotografía rompía sus costuras horizontalizándose y popularizándose sobre todo con la aparición de la empresa Kodak, apareciendo cámaras más pequeñas, nuevas composiciones químicas y materiales mejorando el proceso hacia su industrialización. Por supuesto que los motivos y las composiciones se hicieron más abstractos en la que los fotógrafos buscaban una forma de expresarse mediante la manipulación de los negativos, de sustancias, etc. Es decir, no era necesario mostrar la realidad tal como era, si no como quería el artista mostrarla.
Ese debate, esa dicotomía fotografía real-manipulada o forzada es una constante hasta nuestros días en la que la digitalización ha horizontalizado aún más si cabe el acceso a la misma. La fotografía digital rompe de nuevo sus costuras con su asunción dentro de los dispositivos que siempre llevamos en nuestro bolsillo (los teléfonos móviles) y los complementos que «mejoran» esas imágenes obtenidas a través de cámaras limitadas: Los famosos filtros que aportan distintos programas de edición fotográfico como, por ejemplo, Instagram.
Llegados a este punto, cabe señalar la Fotografía es una disciplina sufrida, muy dependiente de las modas. Si hasta hace poco el famoso HDR era amado y odiado a partes iguales, otro tanto podría decirse de esos filtros que tratan de enmascarar la toma con colores chillones, contrastes imposibles o saturaciones excesivas. Por supuesto que la popularización de esos filtros no tiene nada de malo hasta que saltan a la fotografía documental y al fotoperiodismo, hasta que National Geographic dijo basta.
Personalmente, me encanta el fotoperiodismo. Esa realidad cruda que nos cuesta tanto aceptar en ocasiones. Tiene un poco de momento decisivo, de compromiso social y de riesgo para la integridad del fotógrafo que pocos serían capaces de asumir. Por supuesto que el fotoperiodista tiene prohibido manipular sus imágenes, salvo para la mejora básica de luces y sombras. El uso de filtros está terminantemente prohibido e, incluso, no pueden enviar sus fotos en blanco y negro a sus medios de comunicación o agencias.
National Geographic no hace fotoperiodismo estricto pero su trabajo de documentación es innegable. Sus argumentos para denostar los filtros y las modas fotográficas (como el HDR) son sencillos pero demoledores: El mundo ya es lo suficientemente bonito para que intentes mejorarlo con el Photoshop, sólo captúralo.
Obviamente, el debate continuará.